Al argentino Julio Le Parc, por su obra e intencionalidad artística, dentro de lo que se ha llamado Arte cinético o ?the responsive eye". se le podría considerar un representante típico de una tendencia moderna, el jefe de fila de una avanzada tecnológica, uno de los artífices más hábiles e inteligentes de una vanguardia, casi mítica, preocupada por el perfeccionamiento de una amplia parcela apenas explorada y explotada antes de la última guerra mundial. Pero quizás nada sería más equívoco y superficial. Si bien es cierto que en toda su obra, al igual que la del ya histórico "Groupe de Recherche d?Art Visuel", existe un punto de partida de fascinación de lo objetual-cientifico-técnico, un considerar esencial el dominio de la luz y el movimiento, tal como hoy se pueden manejar gracias a las fuentes de energía y producción, no hay que olvidar que las propuestas y resoluciones de Le Parc van mucho más lejos que la simple investigación, trascienden los límites mismos de lo que podría sólo ser una mecánica, un arte artificioso y seco, un dar vueltas en el vacío. Su arte encierra una verdad más profunda, ya que no toma a la técnica como un fin en sí mismo, no quiere despertar el papanatismo seudocientifico o tecnológico, ya que sus valores son puramente sensibles, se dirigen al hombre común, en su más amplia acepción de la palabra.
Es indudable que, cuando en noviembre de 1958, Le Parc llegó a París, el lanzarse al tipo de arte que le preocupaba e interesaba era iniciar una aventura aparentemente sin posibilidades de desarrollo y continuidad. En un momento en que en todo el mundo hacía furor el expresionismo abstracto, la pintura de acción, el tachismo o informalismo, el hacer un arte basado en figuras geométricas elementales, en blanco y negro, en los colores puros del prisma y el empleo de materiales industriales, pulidos e inmaculadamente nuevos, lo mismo que utilizar luces artificiales, micromotores o manivelas, era un tanto arriesgado. Para muchos, un arte de este tipo era un purismo estéril, una curiosidad propia para incrementar el arrumbado rincón de los anacrónicos artefactos extravagantes, los adminículos de juegos más o menos ingeniosos, propios de malabaristas especializados en la presentación de imágenes reflejadas en espejos, de manipuladores de varitas mágicas, de sombras chinescas, de fantasmagóricas, inalcanzables, huidizas e incorpóreas ficciones. Ahora bien, el que un joven artista argentino, con otros amigos suyos, afines en formación, ambiente, amistad e incluso lazos de cultura lingüistica e histórica, se pusiesen a discutir problemas, a construir un arte de acuerdo con unos presupuestos de modernidad que consideraban esenciales, fue acto del que hoy no puede menospreciarse la seriedad o, mejor dicho, que debe tomarse muy en serio como algo que suponía una voluntad de llevar a cabo un arte desde una muy pensada resolución. Le Parc, como todos sus compañeros de grupo de entonces, vivió hasta 1968 el acto de ir a contrapelo, de no dejarse seducir por lo que en aquel tiempo era la moda, lo que representaba la novedad, lo moderno. Y lo paradójico es que su actitud era la que ellos creían de verdad moderna, la que apostaba por una auténtica identificación con la civilización del siglo XX.
La opción de Julio Le Parc por un arte carente de referencias subjetivas supuso entonces una ruptura, aunque hoy su obra, como la de todos los cinéticos, pertenezca a un movimiento que ya puede encuadrarse perfectamente en la historia, y que con la perspectiva que poseemos, se puede clasificar como algo perfectamente acorde con el momento en que su acción parecía, si no totalmente descabellada, sí fuera de lugar o al margen de la época. Muy importante cuando se trata de juzgar a Le Parc es, desde un primer momento, su actitud totalizadora, su decidida voluntad de inventariar, de hacer el catálogo completo de todas las posibilidades de lo cinético, el investigar exhaustivamente todas sus variaciones cuantitativa y cualitativamente. Así hay que considerar sus rebuscas analíticas "Color 1959", en las que las relaciones clasificadoras establecen un sistema unitario para regir la superficie y las formas en el plano. Y también es de señalar cómo a partir de este momento, predeterminadamente, sigue una vía de "progresiones" que le condujeron a modulaciones en las que una combinatoria muy rigurosa le sirvió para abrirle campos de acción con posibilidades infinitas, Tampoco hay que olvidar que pasando luego al uso de relieves o láminas reflectantes, de cajas luminosas en las que se interceptan cuerpos en movimiento que fragmentan o desplazan la luz o, por medio de pulsiones luminosas, efecto de vibración o momentánea ceguera supo incrementar en el espectador la percepción de las partes intensa o tenuemente iluminadas, producirle choques sensibles, agudos e intensos. Su arte ponía en marcha y en punto un amplio catálogo de nuevas sensaciones visuales.
Le Parc que sabe asimilar las técnicas puestas en punto por el cine y la televisión, es creador de un nuevo calidoscopio, sabe multiplicar las posibilidades del ojo en la captación del objeto artístico. Sin su obra, verdadera exploración de la diversidad ilimitada de los medios disponibles, de los mecanismos o combinaciones ópticas, sería hoy mucho más restringido nuestro campo de percepción sensible. Pero no hay que creer que toda esta riqueza de hallazgos le sirve solamente de alarde o fantochada tecnológica. El mundo de relaciones sutiles de variadas y múltiples matizaciones de tonos e intensidades de luz sobre las materias y las formas, de refinados valores plásticos, en su obra se debe a su agudo sentido de lo sensible, a su adrede puesta de la tecnología al servicio del arte, de su idea de la belleza, al gratuito juego de los sentidos. Sus obras en blanco y negro, en matizados grises argenteados, ya sean con tonos brillantes o brumosos, nítidos o de suaves gamas, son ejemplo de un arte en el que nada está falto de vibración. Sus objetos móviles y luminosos, creadores de ritmos, con una euritmia pocas veces iguala, irradian la belleza de su estructura interna, la que todo arte debe poseer cuando trasciende al puro valor intrínseco de su categoría objetual.
Si el arte de Julio Le Parc no es, como decimos, un mero catálogo de formas muertas y mecanismos, de ingeniosas combinaciones tecnológicas, un manierismo cibernético producto del ordenador electrónico, se debe, pues, al radical planteamiento de sus formulaciones. En su obra, los mecanismos de fascinación son más que simples medios subordinados a un lenguaje simbólico propio de nuestra época: son su razón misma, capaz de ser entendida por los que de lleno vivimos en un mundo cada vez más tecnificado y en los que sus medios resultan familiares y cotidianos. El empleo de un abanico de materiales "plexiglás, plásticos, luminalina, láminas y paneles metálicos-, lo mismo que los mecanicismos "manivelas, motores, focos y lámparas", no tienen más valor que el de vehículos para la creación de transparencias, opacidades, torsiones y distorsiones, permutabilidades formales y estructurales. Otro tanto sucede con sus posibilidades de reproducción, al pasar el objeto artístico de obra única a múltiple.
Le Parc, más que sorprendernos, parece interesado en hacernos patente la virtualidad de nuestras emociones, suscitar nuestro deseo de percepción estética. Su tecnología no se agota, pues, en si misma.
Resorte esencial de su obra es la participación a la que incita. Le Parc proporciona siempre los dispositivos indispensables para que el espectador por medio de su manejo pueda modificar su contextura, pueda poner en marcha su alteración formal, interrumpir su movimiento, hacer su penetración visual o física Como los demás artistas del GRAV, es autor de penetrables, de salas para juegos, de laberintos, de recorridos dentro de un espacio, en una calle o en una plaza pública, en los que cualquier persona, sin contacto cotidiano o sólo el remoto con el arte, puede quedar prendido por su extrañeza, por lo insólito o lo divertido que le resulta su concreación objetual. Como en las ferias, quermeses y fiestas al aire libre, todo el mundo puede allí participar, tirar al blanco, dar a botones, apretar palancas y manejar manivelas. El arte, pues se dirige a todos, indiscriminada e indiferenciadamente. Y aquí es en esto en donde la búsqueda de un nuevo y universal espectador del arte y del papel modificador que este último puede tener en las relaciones arte, vida cotidiana, arte ocio y arte comunidad. Le Parc llega a unir su actividad de artista aparentemente avocado a la contradicción de un arte para las galerías y público elitista con el de una vanguardia ideológica y una sociedad colectiva. Ante su intento de "unión de los contrarios" nos damos cuenta de que cree que no es utópico pensar en la posibilidad de un arte de masas dentro de una sociedad igualitaria, en la que lo lúdico sería el trampolín para la transformación de la historia, el cambio social por el que lucha como hombre y artista a la vez.
Elemento esencial para Julio Le Parc ha sido siempre su compromiso ideológico. No hay que olvidar cuál ha sido y sigue siendo su ideología. Gran Premio de la Bienal de 1966, tras mayo de 1968, Le Parc fue expulsado de Francia durante cinco meses, por su actuación política. Partidario del trabajo colectivo, contrario de todo elitismo, sus ideas están siempre regidas por el afán de construcción de un nuevo mundo. Consciente de las contradicciones que le toca vivir en una civilización capitalista, parece, sin embargo, no plegarse por entero sobre sí mismo, tampoco rehuir las incitaciones de un mercado que recoge la segregación de talleres y círculos artísticos más o menos sofisticados. Su fe en la acción colectiva es grande. El mañana depende de los hombres que seguirán el verdadero camino. Le Parc cree en la ciudad-luz, en la metrópolis futura que disipará las tinieblas del pasado, que con la fuerza motriz creada por el hombre vencerá la oscuridad de la noche, iluminando fulmurantemente el universo. Como es un sueño futurista el papel de taumaturgo le corresponde al trabajador, al técnico capaz de poner en movimiento la automática caja de mandos. Nada más fascinante, también nada más lírico. Quizá este ideal y esta fuerza interna que anima a Le Parc le vengan del fondo de sí mismo, de cuando, siendo niño, hijo de un obrero ferroviario, allá en su Mendoza natal debió sentir la belleza nocturna de las tenues y móviles luces de los farolillos de los jefes de estación, las intensas y rápidas de los trenes en marcha, que lejos de la ciudad, como luciérnagas o serpientes luminosas, lucían en la profunda oscuridad de la noche andina. El artista, con toda su magia tecnológica de viejo chaman o juglar manipulador de maravillas, por medio de la memoria, se convierte así en un hombre sensible y nostálgico, enraizado en un universo arcaico y distante, pero concreto y real.
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